Blackstar es la pieza con la que David Bowie, el camaleónico artista británico, se despide del mundo envuelto en un halo de misterio cósmico. Desde la inquietante imagen de la villa of Ormen —“ormen” significa “serpiente” en noruego— y su única vela encendida, Bowie nos mete en un escenario ritual donde lo terrenal y lo espiritual se mezclan. Esa luz solitaria apunta a un centro absoluto: tus ojos, es decir, la conciencia que observa el fin. El tema alterna símbolos bíblicos, referencias ocultistas y visiones futuristas para retratar un momento de sacrificio, ejecución y resurrección.
Cuando irrumpe el estribillo “I’m a blackstar”, Bowie reivindica una identidad que ya no es una estrella convencional, sino un astro que colapsa y renace en forma de misterio. Nos habla de la muerte como tránsito: “el espíritu se eleva un metro y se hace a un lado” para dejar que alguien nuevo ocupe el lugar. A la vez, lanza críticas al ego y a la fama (“no soy un gangster, ni un pornstar”) y celebra el poder de reinventarse. En resumen, la canción es un viaje oscuro y brillante sobre la mortalidad, la transformación y el legado, un último guiño genial de Bowie para recordarnos que, incluso al desaparecer, su luz negra sigue marcando el compás.