Candy Necklace nos sumerge en un viaje dulce y peligroso a la vez. Lana Del Rey describe una relación que brilla como un collar de caramelos: colorida, nostálgica y aparentemente inocente, pero capaz de derretirse y pegarse a la piel. Entre flores blancas, canela y luces de semáforo, la cantante se siente afortunada mientras conduce lejos del ruido mental, aunque el silencio nunca dura demasiado. El estribillo repite «candy necklaces» como un mantra que recuerda la tentación infantil y la obsesión adulta, un símbolo de cómo lo bonito puede volverse adictivo.
A lo largo de la canción, la pareja baila «como en la telenovela The Young and the Restless», comportándose de forma imprudente y eléctrica. Hay amor intenso —«God, I love you, baby»—, pero también un peso oscuro: pensamientos suicidas y la sensación de que el otro la está hundiendo. La voz de Jon Batiste añade un aire casi cinematográfico, como si la historia fuera contada por un adivino que ve un futuro turbio. En pocas palabras, el tema retrata el vaivén entre el encanto y la autodestrucción, la dulzura y la amargura, demostrando que los collares de caramelo pueden ser tan peligrosos como irresistibles.