En “The Black Dog” Taylor Swift convierte un descuido tecnológico —la geolocalización que su ex pareja olvida desactivar— en el detonante de una espiral de celos, nostalgia y autocrítica. Al ver en el mapa que la otra persona entra al bar The Black Dog, la narradora revive, con cada latido, el contraste entre los recuerdos que compartían y la frialdad de un presente en el que ya no existe “nosotros”. El detalle musical de que su ex salte al oír The Starting Line mientras la nueva chica no reconoce la canción subraya la diferencia generacional y agranda la herida: aquello que fue “la banda sonora” de su relación ahora suena solo para uno de los dos.
A lo largo del tema, Swift explora cómo los viejos hábitos —vigilar el móvil, recordar besos bajo la lluvia, idealizar al otro— se resisten a morir y “gritan” dentro de ella. Entre versos llenos de ironía y dolor, la artista cuestiona si su amor fue tomado como un simple juego de iniciación y confiesa deseos drásticos como vender la casa o exorcizar demonios para romper el hechizo. En última instancia, la canción retrata el duelo después de una ruptura: esa mezcla de rabia, obsesión y tristeza que se empeña en quedarse incluso cuando respiramos “aire limpio” durante semanas.